Pusher I, II y III de Nicolas Winding Refn

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Pusher (Pusher: un paseo por el abismo, 1996) de Nicolas Winding Refn fue una rareza dentro del contexto del cine danés de mediados de los 90. En un momento en el que en Escandinavia se rodaban prácticamente solo dramas históricos o románticos y comedias, aparecía un jovencito de 24 años con la idea de rodar una película sobre el tráfico de drogas en la capital de Dinamarca.

«Estaba ese chico súper joven de pantalón corto y gafas que quería hacer una película sobre el ambiente de la droga de Copenhague y yo pensé: «Guau, ¿qué pasa aquí?«», explica Mads Mikkelsen [Mads Mikkelsen discusses Nicolas Winding Refn] al recordar su primer encuentro con Winding Refn.

Winding Refn acababa de ser aceptado en la Danish Film School cuando recibió la noticia de que el gobierno danés le había concedido una subvención de unos 800.000 euros para hacer su película. Tras algunas dudas, decidió no aceptar la plaza en la escuela de cine (al parecer un caso único) y embarcarse en la aventura de rodar su historia de gánsteres con un reparto y un equipo en el que prácticamente todos eran novatos. Nadie tenía muy claro cómo hacer nada y algunos de los actores eran delincuentes comunes del mundillo de las drogas, lo que dio pie a un rodaje un tanto improvisado, hasta tal extremo que en algunas escenas rodadas en la calle los transeúntes pensaban que se trataba de delincuentes reales.

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Aunque el objetivo de Winding Refn era hacer una película de gánsteres rodada como La battaglia di Algeri (La batalla de Argel, 1966), Pusher tiene más que ver con el realismo sucio de Mean Streets (Malas calles, 1973) que con el cine europeo. Winding Refn estaba tan obsesionado con ese tipo de cine americano que corre la leyenda de que, como en aquella época, toda la cocaína que aparece en la película es real. Años más tarde, Zlatko Buric, el actor que interpreta a Milo, aseguraba que no recordaba nada del rodaje porque la mayor parte del tiempo estaban drogados [Luis Prieto captures slice of drug scene in ‘Pusher’ remake].

Más allá de la veracidad o no de ese tipo de mitos, está claro que la trama de Pusher podría estar sacada de una de esas películas americanas: Un camello se endeuda con un traficante a causa de una transacción chapucera que lo deja sin drogas y sin dinero. No obstante, el tono del filme es muy diferente al de los grandes clásicos americanos del género, como Scarface (El precio del poder, 1983) o Goodfellas (Uno de los nuestros, 1990), en el sentido de que aquí el mundo de la droga se presenta sin ningún tipo de romanticismo o glamour. Los personajes de Pusher son un subproducto lamentable de la sociedad del bienestar, no el paradigma del poder y del hedonismo que presentaban Brian De Palma y Martin Scorsese.

Esto no significa que con Pusher entremos en el terreno de la moralina, ni siquiera de lo moral. Lo que interesa a Winding Refn no es el crimen, ni la ley ni el estilo de vida de los gánsteres, sino la vulnerabilidad, la gente en situaciones desesperadas, algo que subraya constantemente con planos cerrados y poco iluminados que refuerzan la sensación de inestabilidad y claustrofobia. Aunque en parte se trate de una opción estilística forzada por la falta de presupuesto de la primera entrega, es al mismo tiempo totalmente consciente, tanto que Mikkelsen afirma que «el concepto del Dogma está muy inspirado en Pusher I, aunque ellos no lo van a admitir jamás» [Mads Mikkelsen discusses Nicolas Winding Refn].

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A pesar de que la trilogía Pusher comparte con el Dogma ciertos mecanismos de producción, Winding Refn se siente muy alejado de ese movimiento. Al fin y al cabo, el Dogma era una maniobra publicitaria de la que surgieron principalmente melodramas, mientras que Pusher es una película de género que tuvo éxito contra todo pronóstico. Era un producto totalmente atípico en el contexto del cine danés —no solo de los 90, hay muy pocas películas de gánsteres danesas. Aparte, era mucho más incómoda y nihilista que otros filmes con tramas similares de la misma época, como Trainspotting (1996), porque mostraba la cara oculta de uno de los países más supuestamente perfectos del mundo de una manera nada romántica.

En películas como la de Danny Boyle, o las de Scorsese y De Palma, por muy indeseables que sean los personajes o las situaciones en las que se ven envueltos siempre están rodeados de un cierto halo romántico, en el sentido de que su tipo de vida puede resultarnos deseable: sexo, drogas y rock & roll. En Pusher eso no ocurre, todos son víctimas atrapadas en situaciones que se les escapan de las manos pero que han provocado ellos mismos de alguna manera. El universo de Pusher funciona en una contradicción constante entre la fantasía americana del gánster y la deprimente realidad cotidiana de los criminales de poca monta de la Europa del bienestar.

En la primera parte de la trilogía tenemos a Frank (Kim Bodnia), un camello callejero que tras ser pillado por la policía en un trapicheo con heroína tiene que buscar la manera de pagar lo que ha perdido y una deuda anterior a Milo (Zlatko Burić), el capo serbio que le proporciona la droga. Frank no es un personaje a quien envidiemos nada, es un tipo de aspecto normal, antipático, machista, aprovechado, mentiroso… Está dispuesto a pisotear a quien haga falta para conseguir lo que necesita, da igual que sea su mejor amigo, su novia o su madre, y se mueve por la vida en una especie de entumecimiento constante que tiene tanto que ver con la adicción como con la falta de intereses o propósitos concretos más allá de la gratificación inmediata de las drogas y el dinero.

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Frank es un personaje a la deriva, narcisista y ególatra, atrapado en la supervivencia diaria. Las únicas personas con las que tiene una relación más o menos íntima son Tonny (Mads Mikkelsen), que más que un amigo es un compinche, y Vic (Laura Drasbæk), una novia yonki de la que solo se acuerda para lo que le conviene y a la que desprecia constantemente por trabajar como prostituta. Es difícil sentir simpatía por Frank, porque, a pesar de ser en cierto sentido una víctima, su manera de tratar a los demás, especialmente a las mujeres, es tan irritante que tienes la sensación constante de que se merece todo lo que le pasa.

En la superficie, Frank finge vivir la fantasía del traficante —solo habla sobre sexo y drogas, vive rodeado de carteles de tipos duros como Mad Max y Bruce Lee y le gusta dárselas de importante—, pero a la hora de la verdad es un don nadie en chandal tan sujeto a la mierda de los demás como a la suya propia. Es un perdedor que, al contrario que en la mayoría de películas comerciales, se merece perder. Las fantasías de Frank son traicionadas hasta por el entorno físico en el que se mueve, aquí no hay nada lujoso, nada de mansiones ni clubs exclusivos, ni siquiera el lujo humilde del apartamento de Ikea. Los pisos rezuman dejadez y suciedad, los bares están llenos de borrachos solitarios… Incluso el restaurante del capo serbio parece sacado directamente de la insalubridad de la postguerra.

El único personaje de toda la película que vive en un entorno normal de clase media es la madre de Frank (Gyda Hansen), lo que refuerza la idea de que su situación no es producto de una familia pobre o desestructurada ni de un barrio problemático, sino de sí mismo. Sin embargo, por mucho que el destino de Frank parezca un mal merecido, nunca llegamos a saber qué pasa con él. Después de que Vic le robe el dinero en un impulso momentáneo provocado probablemente por el continuo maltrato psicológico al que se ha visto sujeta, la película se cierra con Frank parado en medio de la calzada y Milo esperándolo con la intención de matarlo.

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Aunque Winding Refn no ha tenido jamás ningún tipo de agenda social ni política, ni la más remota voluntad de aleccionar a nadie, en Pusher se intuyen muchos de los problemas ocultos de Dinamarca, un país profundamente aislado y racista. Uno de los obstáculos con los que se encontraron a la hora de financiar y distribuir la primera película es que nadie quería producir algo con personajes extranjeros hablando en sus propias lenguas.

Pusher terminó siendo un éxito a pesar de tanto escollo, pero no fue algo inmediato, ni siquiera la querían en los festivales de cine independiente porque en aquel momento lo que estaba de moda era una especie de cine indie pseudofilosófico. Por suerte, tras triunfar entre crítica y público en Dinamarca, la compró una distribuidora británica y terminó estrenándose en varios países europeos (entre ellos España), asiáticos y americanos, ganando mucho más de lo que había costado. Era carne de secuela, pero a Winding Refn no le interesaba repetirse y pasó a otras cosas, a pesar del interés de varias productoras y de una cadena de televisión estadounidense que pretendía convertirla en serie.

Cuando casi una década después de rodar Pusher Winding Refn se planteó rodar Pusher II, fue simplemente porque debía un millón de dólares tras el fracaso de Fear X (2003). Lo curioso del asunto es que al ponerse manos a la obra decidió irse por las ramas y hacer una secuela que no tenía mucho que ver con la película original, más allá de cierta estética y estar ambientada en el mismo entorno. El protagonista de Pusher II es Tonny, el compinche de Frank en el filme anterior. Se trata de un personaje secundario sobre el que nadie haría jamás una película, pero Winding Refn le dedica hora y media en la que lo que comienza en un terreno próximo al thriller termina casi en el melodrama familiar, o incluso social.

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Tonny es tan patético como Frank, acaba de salir de la cárcel y tiene una relación complicada con su padre (Leif Sylvester), otro delincuente dedicado sobre todo al robo de coches. Tonny intenta por todos los medios llamar la atención de su padre, quien no siente mayor interés por él, mientras rechaza a un supuesto hijo de una exnovia que se preocupa más por divertirse que por su bebé. Igual que Frank, Tonny es drogadicto y misógino, y también está sujeto a la misma contradicción entre la fantasía y la realidad de la delincuencia. En este sentido, es especialmente llamativa la deconstrucción del mito de las noches locas de drogas y sexo con una escena en la que Tonny es incapaz de tener una erección rodeado de cocaína, juguetes sexuales, películas porno y prostitutas.

Aquí las prostitutas no tienen pinta de conejitas de Playboy, son dos chicas cualquiera que no sienten más que indiferencia, y la habitación es un cuartucho de cualquier pensión de tres al cuarto. Parece una metáfora perfecta de la vida de todos los protagonistas de esta trilogía en la que no es que el sexo —la gratificación, la satisfacción— sea complicado o malo, es que ni siquiera es posible. En la vida de estos delincuentes no hay nada de lo que normalmente se glorifica en los medios, están sumidos en la porquería. Su vida no es algo que hayan buscado, es algo en lo que han caído.

Esta idea se lleva todavía más lejos en Pusher III, en la que el papel protagonista recae en Milo, el capo del negocio, quien debería tener más dinero y poder que nadie. Sin embargo, su realidad es tan deprimente, claustrofóbica y sombría como la de los camellos callejeros de los que abusa constantemente. El día a día de Milo transcurre entre Alcohólicos Anónimos, una hija veinteañera malcriada y sus negocios con la heroína. Cuando en lugar del paquete de heroína habitual recibe éxtasis, Milo no sabe qué hacer con él, no está a la altura de los tiempos hasta tal punto que ni siquiera es capaz de distinguir un caramelo de una pastilla de éxtasis.

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La situación se complica cuando uno de los camellos de Milo, Little Muhammed (Ilyas Agac) desaparece con las pastillas y Milo tiene que enfrentarse a la mafia albana. Esta entrega es la más oscura y descarnada, con un intento de vender a una adolescente que termina en uno de los descuartizamientos más crudos de la historia del cine. Aquí todos son cerdos esperando su San Martín. No obstante, como en las otras entregas, la trama se cierra sin un final claro ni ningún tipo de lectura moral. No hay discursos ni sobre ética ni sobre justicia. Las cosas simplemente pasan, como en la vida. La única conclusión posible es la sensación de que la glorificación del mundo criminal que nos vende la ficción, y a veces incluso la prensa, es tan falsa como todo el resto de mentiras del capitalismo.

A nivel visual, Pusher es una trilogía que tiene poco que ver con la estilización extrema de las últimas películas de Winding Refn, aunque hay algunas escenas con colores intensos, sobre todo rojos y azules, que auguran las paletas de color de Bronson (2008), Drive (2011) y Only God Forgives (Sólo Dios perdona, 2013). Sin embargo, aunque el estilo de la trilogía Pusher es bastante realista, juega mucho con el contraluz y planos ligeramente artificiosos que parecen constreñir a los personajes más que limitarse a mostrarlos.

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Otra característica del cine de Winding Refn que ya aparece en Pusher es un uso escaso de la palabra. No hay diálogos forzados ni sobreexpositivos, los personajes solo hablan si es necesario, algo extraño en el terreno del cine de género de los últimos años. Esta es una constante de la obra de Winding Refn que se ha ido radicalizando cada vez más, hasta tal punto que él mismo asegura que la falta de diálogos complica tanto la financiación que cuando enseña los guiones a los inversores potenciales les añade diálogos que no van a estar en la película.

Por otro lado, no podemos olvidar el sonido y la música. Aunque en Pusher hay música pop, como en casi todo el cine sobre drogas, no es ni la habitual del cine de este tipo ni está puesta de adorno. La banda sonora de Pusher consta principalmente de explosiones fugaces de techno y trash metal escandinavo, distanciándose del rock más convencional, pero también de la manera en la que se suele colocar de fondo sin más propósito que el de atraer a cierto tipo de público. Muchas de las escenas violentas que normalmente se mostrarían con música acelerada están expuestas con sobriedad, sin usar el poder de sonido para alterar el estado emocional del espectador.

Para Winding Refn, la música es un elemento esencial, hasta el extremo que casi todas sus películas están construidas a partir de un grupo concreto: «La música es muy importante, pero tiene mucho que ver con que no tomo drogas y la utilizo como medio para generar ideas» [A Conversation with Nicolas Winding Refn]. Curiosamente, Winding Refn ha firmado en alguna ocasión que la música de Pusher no era especialmente buena, y lo cierto es que en general no lo es, pero en el contexto de la historia funciona.

En cualquier caso, quizá lo más fascinante de la trilogía Pusher no son las tres películas en sí vistas de manera independiente o su estilo visual o narrativo, sino la construcción de un universo que oscila de un personaje a otro sin desenlace alguno, porque la vida siempre sigue, quieras o no, seas el protagonista o no.

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